miércoles, 16 de octubre de 2013

Isabel Urueña


Soy la pequeña de una familia con siete hijos. En los años cincuenta, sin cine ni televisión, en una España de asfixiantes fronteras, los libros eran la única ventana a otros mundos, a otras vidas. Tenía tanta avidez de ellos que no pude esperar a que me enseñaran a leer en la escuela, donde nadie parecía tener prisa por desasnarme. Pero allí estaban mis hermanos mayores y los periódicos: iba de uno a otro preguntando qué letra es esta, cómo se lee esta palabra... Así logré aprender y, cuando fueron a darse cuenta, leía de corrido a los tres años. También recuerdo mis primeros y amados personajes literarios: Guillermo Brown, Antoñita la Fantástica y la díscola Celia. 

Otra circunstancia se añadió a las anteriores: en mi casa, gobernada con mano firme por mis padres, ambos maestros, la lectura estaba limitada por decreto. Si había que estudiar, no se podía leer; si era de noche, no se podía leer, y ni hablar de acceder a alguna lectura inadecuada, de moral laxa. Qué asunto raro, porque mis padres fueron siempre grandes lectores... Aplicaban un criterio dominante que no compartían.

En consecuencia, los libros pasaron a ser para mí no solo una fuente de inspiración y placer, sino también la primera vía de liberación, de rebeldía. Mi paladar se ha vuelto muy exigente, pero la intensa emoción de aquellos tiempos se renueva ante cada nuevo libro.


Isabel Urueña Cuadrado
Músico & Redactora y correctora de textos.

 

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