lunes, 21 de octubre de 2013

Nora Ibarra


Mientras mi hermano plasmaba en el papel las letras hasta convertirlas en palabras; yo, arrodillada en la silla y con los codos sobre la mesa, las delineaba mentalmente.

Él acostumbraba leerme el Billiken, la revista que aún hoy es el material didáctico de casi todas las escuelas de Argentina.

Nuestra pasión por la lectura nos llevó a descubrir a Julio Verne y Louisa May Alcott; a tomar el té con un sombrerero loco y a preguntarnos qué habría cenado Oliver Twist.

En la adolescencia nos batimos a duelo improvisando poemas que brotaban espontáneamente. Nos sentíamos en carne viva, en un padecer-florecer constante.

Nuestra infancia no fue un jardín de rosas, y cada uno, a su manera, armó con las letras su propio caleidoscopio. Construyó con las palabras un refugio y en el camino dejó huellas con olor a tinta.

Todo comenzó en aquellos días en que mi hermano, con siete años, plasmaba letras en un papel hasta convertirlas en palabras y yo, con cuatro años, arrodillada en la silla y con los codos sobre la mesa, las delineaba mentalmente.


Nora Ibarra
Psicopedagoga, profesora de español y escritora.

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