miércoles, 8 de enero de 2014

Elena Marqués


Que hable de mis primeros encuentros con las letras. ¡Queda tan lejos…! Sin embargo, el sonido de la lluvia en los cristales del aula; la figura regordeta de la señorita Maribel (el babi de cuadritos abotonado y la sombra de ojos verde) colocando las sillas en círculo para que todas compartiéramos el despacioso deletreo; los dibujos de la araña, el elefante, la iglesia, el ojo y el racimo de uvas con que aprendimos las vocales; las primeras sílabas que nos convertían en los amos del mundo y en seres cariñosísimos («mi mama me mima, mimo a mi mamá»), son recuerdos imborrables que ahora mezclo sin querer (esa nostalgia que siempre me acompaña) con los cuadernillos de Pecosete de mis hijas, sus iniciales palotes y la resistencia común a asimilar las sílabas trabadas.

Aprendí pronto a leer, aunque en aquellos tiempos eso no tenía mérito. Entonces, cuando apenas se veía la televisión y las casas de los abuelos eran grandes, de techos altos y escaleras interminables en las que soñábamos persecuciones y escondites secretos, la mayoría teníamos prisa por conocer de primera mano los cuentos que nos recitaban en la sala, todos los primos haciendo ruido y disputándonos la atención y los libros de hojas finísimas que el abuelo nos dejaba mirar, como si fueran tesoros porque lo eran, los dibujos a plumilla y las esquinas quebradas por el roce, los títulos en rojo y los sellos historiados de las editoriales antiguas.

A eso hay que añadir que, en el colegio, la señorita Maribel nos regalaba collares de papel cada vez que avanzábamos (y también cariñosos pellizcos en los mofletes hasta dejarlos colorados y relucientes, aunque eso no me gustaba tanto) y nos concedía una tarde entera de dibujo, coloreando naranjas y castañas mientras fuera seguía cayendo la lluvia tan mansa como aquellos angelitos que éramos, cansados de jugar por la mañana en el patio de chinitas, dando vuelta a la palmera y a los nísperos y volviendo a entrar atropelladas a repasar las consonantes con fruición para llegar por fin al nivel de las mayores, siempre presumiendo con los libros de Senda bajo el brazo, forrados en papel de colores para que se conservaran y pudieran pasar de hermano en hermano hasta que las páginas se desprendieran en su otoño particular y tristísimo.

Yo deseaba conocer por fin la increíble historia del cartón que quería ser cometa, que escuchaba a mi hermana y su amiga Mari Paz subrayándola con el dedo mientras yo solo podía mirar los dibujos; y escuchar la voz de Moncho (la cara redonda y blanquísima) y el grueso ronroneo de Darío; recitar los poemas de Gloria Fuertes y llorar con el lagarto de Federico; y cabalgar sobre el famoso caballo Clavileño, que durante años confundí con el mismísimo Rocinante porque mi abuelo adoraba a don Miguel y me dejaba bajo vigilancia, cuando aún no leía con fluidez, una Galatea que costó, según decía, una peseta y media.

Pero mis primeras lecturas, o al menos las que mejor recuerdo, fueron los cuentos de Mari Pepa de mi madre, a quien quería parecerme porque era bastante gamberra (Mari Pepa, no mi madre) y yo solo era una niña de pelo lacio y pies grandes que se reía por lo bajini (ahora me da vergüenza) con infantil crueldad de quienes vacilaban y tartamudeaban al leer las frases más largas.

Es una lástima que esos momentos tan importantes para una vida queden borrosos por el paso del tiempo. Sin embargo, la agradable sensación de bienestar no se desvanece, y la certeza de que aquellos signos intrincados, con sus respectivas mayúsculas envaradas y sus dibujos amigables para facilitarnos el aprendizaje, podían ser mis mejores amigos se confirma cada día cuando, al caer de la tarde, la lluvia golpeando los cristales, me entrego mansamente a la lectura.

Elena Marqués Núñez
Correctora de textos y escritora.

No hay comentarios:

Publicar un comentario