jueves, 13 de marzo de 2014

Miguel Ángel Vázquez



No me acuerdo de cómo ni con qué aprendí a leer. Y es normal, porque a mí, la verdad, hasta los dieciséis años no me gustó leer. Puede que tuviera alguna razón para ello. Los boletines de notas que conservo de aquellos primeros años de colegio recogen dos asignaturas distintas: Lectura y Escritura, en ninguna de las cuales sacaba buenas notas. De hecho, en mi primer boletín, en primero de básica, me suspendieron la Escritura, y yo llegué a casa bastante acojonado con las perspectivas. Afortunadamente para mí, encontré a mi madre antes que a mi padre. Ella miró la cartulina rosa, con aquél número 2 en tinta roja escrito que parecía dominarlo todo, suspiró y me devolvió las notas, mientras me decía: «no te preocupes; no es culpa tuya». Entonces eran los años en los que me estaba tratando el ojo vago y tenía que estar a todas horas con un parche en la gafa tapando el ojo bueno; lo mismo, pensé, es que los que no vemos bien no tenemos por qué escribir, ni leer.

No comprendí esa condición de minusválido de la lectura hasta unos años después, cuando un defecto aparentemente estúpido comenzó a convertirse en un grave problema. Cometía varias faltas de ortografía sin darme cuenta, pero una muy en especial: siempre terminaba los plurales en n y no en s, y entregaba mis ejercicios muy ufano, convencido de haberlo hecho bien. Los profesores me corregían un par de acentos y todos los plurales, y me suspendían. Las matemáticas se me daban mucho mejor: allí, si tienes un número mayor que 1, ya tienes un plural.

Si aquello era dislexia o torpeza, no lo sé. En mi casa nunca recibió un nombre más específico que esa condición de «defecto del que Miguel no es culpable». A mí, sin embargo, me disgustaba mucho. No me gustaba suspender ni sangrar por la nariz, y ambas cosas las cumplía con precisión de relojero, incluso sin yo proponérmelo. En el verano de tercero a cuarto, a raíz de un comentario casual por mi parte (nos habían dicho que al año siguiente estudiaríamos las conjugaciones del español), mi madre dijo basta y decidió que ya estaba bien de verme suspender. Así que pasamos largas, tórridas, tardes conjugando, juntos, al calor de aquel Madrid que nos acogía por toda vacación. Ella me torturaba, yo la insultaba, y entonces ella me pegaba y volvíamos a conjugar. Ni siquiera me salvaba sangrar por la nariz, tan acostumbrados estábamos todos a mis hemorragias. Conjugamos los verbos en ar, en er, en ir, mil veces, mil veces mil veces; con el boli bic yo dibujaba en el silencio del ferragosto capitalino, que entonces era más denso, más profundo que ahora. Aprendí a escribir correctamente, en unas plantillas que había hecho mi madre con cada tiempo verbal y todas las personas, verbos como yacer, degollar, o erguir. En realidad, no sabía lo que significaba ninguno de ellos; pero podía escribir sus conjugaciones sin errores.

Lo que sea que hiciésemos funcionó, porque el defecto desapareció al curso siguiente (aunque regresa de vez en cuando, cuando escribo a mano y con prisas). Mi madre me salvó de llevar aquello como un baldón, aunque en realidad hizo mucho más. Cuando llegado cuarto de Básica, un día, el profesor Isidoro Vecino comenzó en una clase a explicar las conjugaciones y puso el primer ejercicio, yo se lo hice de corrido, sin esfuerzo. Una semana después, había sido liberado de hacer los ejercicios y los exámenes de conjugaciones. Me gustó ser un aristos.

Además del éxito escolar, escribir correctamente me abrió el portillo de la lectura, que no se me daba bien hasta entonces porque supongo que aquel defecto se reproducía al realizar labores de decodificación. Pero se abrió poco a poco. En realidad, muy poco a poco. A los diez años, mi hermano mayor me introdujo en las profundidades literarias de Richmal Crompton y las aventuras de Guillermo, y me las leí todas. Pero fue una isla en el mar, porque aquella acción, como le ha pasado a muchos niños y adolescentes de hoy con Harry Potter, no tuvo continuidad. Después de Guillermo, dejé de leer. Sus sucesores naturales, Los Cinco, me parecieron una pandilla de maulas de película de Doris Day. En general, cuando intentaba leer algo, el mazo de hojas que todavía me quedaban hasta el final se obstinaba en no mermar, y eso me desanimaba. Todavía no había encontrado ese libro que, lejos de hacerte ambicionar que el final llegue pronto, te hace desear que no llegue nunca. Y así pasaron los años. Leí un libro sobre la expedición de la Kon-Tiki, me gustó, cogí otro sobre otra expedición, me pareció una mierda, y allí, en la página 22 o 23 de aquel segundo libro, feneció mi carrera de aventurero. En páramos similares murieron también mis primeros intentos por ser detective, por comprender a los vampiros, o por saber dónde queda el monte Rushmore. Casi todo lo que leía me parecía una basura aburrida. Pensaba que leer era cosa de imbéciles, o de fracasados, o de fracasados imbéciles.

Y así llegué a los 16 años. Habría leído, para entonces, no más de 2.000 páginas motu proprio, y eso incluyendo los libritos de Peter Kolosimo y Von Daniken sobre los extraterrestres y tal. Llegó un verano y la feria del libro de La Coruña. Mi hermano mayor se compró un libro de la editorial Labor sobre el Valle de los Reyes en Egipto. Lo leyó y luego lo dejó por casa. Un día yo lo cogí, sin saber que, al abrirlo, estaba caminando hacia mi epifanía.

Las tribulaciones de Flinders Petrie, de Maspero, de Lord Carnavon y, por supuesto, Howard Carter, a la caza de las tumbas de los grandes faraones de Egipto, me cautivaron. Quiero entender que, tal vez, no leía yo porque tenía una imaginación muy viva, así pues mis fabulaciones competían con ventaja con las que estaban escritas en los libros que trataba de leer. Pero cuando me coloqué delante de cinco mil años de rica Historia, repleta de pasajes increíbles, de vivencias difícilmente imaginables, mi propia imaginación comenzó a girar a mil por hora, y ya no pude dejar de leer. Me obsesionó, sobre todo, una figura menor de esa Historia, el faraón Pepi, que dicen llegó a centenario. Lo imaginaba triste y ajado, en su palacio, un dios jubilado rodeado de hombres que con seguridad querrían matarlo. Alguien en el colegio, entonces, me habló de una novela que acababa de leer y que, decía, contaba la misma historia. Esa novela era El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, una novela sin más puntos y aparte que los que separan sus largos capítulos y que sí, es verdad, cuenta una historia parecida. Leyendo a García Márquez, apenas tres días me duró, entendí eso de que los hechos son poliédricos. Que la historia de un faraón y de un dictador latinoamericano son la misma historia y, la vez, cuentos distintos, y es por eso que hay que leerlos todos. La combinación de aquellos dos libros fue mágica. O sea: un faraón vive una vida en la distancia de los siglos; un adolescente la lee en Galicia en una tarde de verano, y entonces rellena los muchos huecos de la historia con invenciones propias; y, finalmente, acaba leyendo un libro donde un escritor colombiano ha imaginado, mutatis mutandis, la misma historia que el adolescente imaginó. El elemento fundamental de la lectura creativa de ficción es que exista una secreta e invisible solidaridad entre autor y lector, porque ambos estén, por así decirlo, dispuestos a sentir las mismas cosas, a ingresar en la misma historia. Yo tuve la suerte de que, en las primeras lecturas que realicé, ese hilo casi inapreciable, que casi nadie ve, se me hizo patente, innegable. Fue por descubrir eso que seguí leyendo; fue así como conseguí descubrir los muchos hilos que me atan a muchas gentes, a muchas plumas.

Ya no podía dejar de leer y, además, tenía la ventaja de que era difícil que tropezase: al fin y al cabo, vivía rodeado por personas que habían empezado mucho antes que yo. El verano antes de segundo de BUP me recomendaron El tambor de hojalata. Lo leí tres veces. Lo leí, lo terminé, lo leí, lo terminé, lo leí. En un solo verano. Se acabó el verano y me invadió la nostalgia de que no podía seguir leyendo ese libro eternamente; ahora vendrían los encargos de la clase de literatura. Pero yo no quería dejar de leer la historia de Oskar Matzerath, Oscarnello di Raguna, necesitaba volver a leerlo, porque aquel libro, tal vez por primera vez en mi vida, sobrepujaba mi propia imaginación; me colocaba de rodillas frente a la invención de otro, muy superior a las que yo era capaz de concebir. Mi profesor de literatura, eso sí, introdujo en mi interior la pregunta de cuántas historias como ésa me estarían esperando, todavía, en los anaqueles de las librerías.

Así llegó aquel año de los dieciséis años, justo un año antes del de los diecisiete, que sería el año de Cortázar. Pero el año de los dieciséis fue mucho más importante. Porque con permiso de don Julio, hay genios y dioses, y los dioses son unos pocos.

 Toqué la divinidad durante aquel curso leyendo La Regenta. Nunca, esta es la verdad, he considerado el Quijote la obra cumbre de la literatura hispana. Al menos para mí, ese mérito es de Leopoldo Alas y de su historia fractal de la Humanidad, basada en contar las pasiones, miserias y grandezas de los habitantes de una insignificante esquina del mundo. Un relato total, perfecto, una catequesis de lo humano. Aquel libro fue un fogonazo boreal y la tristeza, a su final, insondable. De alguna manera, he seguido leyendo, todos los años que le han seguido, tratando de volver a encontrar esa misma emoción inenarrable del libro que te arrastra y te convierte en otra persona distinta de la que eras cuando lo abriste por primera vez.

Yo estaba destinado, pues, a leer apenas los recibos del Carrefour y los formularios de la Agencia Tributaria. Pero lo que pasa es que los libros están vivos, son entes con deseo. Tú crees que eliges tus lecturas pero, en realidad, son los libros los que te eligen a ti. Los libros tienen dueños que no necesariamente son aquéllos que los poseen y por eso, como propugnan del hombre algunas religiones, se reencarnan constantemente en las manos de la gente, a la búsqueda de su dueño final, ese lector en cuyas pupilas reposarán sus letras, ordenadas y perfectas, para siempre jamás. Probablemente, cada persona tiene al menos un libro esperándolo en alguna parte, esperando ser leído por quien debe hacerlo. Leer, pues, es buscarse a sí mismo. Algunas veces, encontrarse. Y, mientras no llega ese momento mágico, viajar acompañado de tus sueños, de tus miedos, de tus fobias, que, de repente, escritas por otro en algún párrafo de alguna página de ese libro que es cualquier libro, parecen bellas.


Miguel Ángel Vázquez
Periodista.