jueves, 31 de julio de 2014

Rosa López Grau



Yo aprendí a leer con seis años, algo mayor para la mentalidad actual, pues los niños y niñas de hoy en día están en contacto con los jardines de infancia, guarderías y colegio en edades tempranas para favorecer su desarrollo personal y la mayoría aprenden a leer antes que yo.

Me enseñó a leer la Señorita María, una gran persona con mucha paciencia y devoción; se notaba que disfrutaba realizando su trabajo. En los años 70 se aprendía a leer principalmente repitiendo, al menos este es mi recuerdo.

Todos teníamos unos cuadernos de lectura que seguíamos en clase guiados por la maestra. En casa nuestros deberes diarios era repasar lo que habíamos leído para asegurarnos que lo entendíamos. Este momento lo recuerdo con cariño porque mi madre era quien me ayudaba mientras realizaba sus tareas domésticas. En ocasiones, como me costaba recordar alguna palabra, mi madre me la hacía repetir una y otra vez poniéndole música y, la verdad, es que funcionaba.Esta técnica la he utilizado cuando he dado clases a niños y creo que es muy útil para explicar la acentuación. 
 
Con el tiempo descubrí que prepararse, en casa, la lectura siguiente era bueno para disfrutar en clase y estar más relajada En mi infancia me gustaba leer los cuentos tradicionales que vendían en formato troquelado. Hoy en día cuando los veo en las librerías me traen tiernos recuerdos.

Siendo todavía pequeña, lo que me entusiasmaba, era leer las etiquetas de las botellas o los ingredientes de los productos envasados. Cuando se ponía la mesa para comer o cenar era uno de mis momentos preferidos porque podía leer alguna etiqueta de los productos alimenticios.

Cercana a la adolescencia mi padre nos acostumbró, a mi hermana y a mí, los sábados, a leer un cómic. Cuando regresaba con el periódico traía un cómic para mi hermana y otro para mí. Luego lo intercambiábamos y podíamos seguir leyendo.

Siempre he estado interesada por la lectura pues sabía que con ella te escapas de la realidad que vives y te recreas en otra. En casa de mis padres siempre ha habido muchos libros en las estanterías. Las estanterías más cercanas al suelo era donde estaban los libros que nos podían interesar por nuestra edad, y en las estanterías superiores estaban los libros destinados a adultos o de temáticas específicas. Aunque me recomendaron leer los de mi edad, en ocasiones, y lo dejo escrito aquí, leía los libros que no me correspondían. Como siempre he sido muy ordenada cogía uno, lo leía y lo volvía a dejar exactamente igual para que no se notara.

En la adolescencia crecí siempre rodeada de los títulos de Julio Verne. Vivía sus historias con entusiasmo y fascinación.“El principito” lo leí en varias ocasiones en EGB, porque nos hicieron creer que era un libro destinado a público infantil cuando no es así, por eso hasta que no llegué a BUP donde otra vez nos tocó leer el libro no lo entendí. Hoy en día cuando la sociedad se queja que no se lee siempre pregunto lo mismo: ¿Qué entiendes tú por no leer? Para estar activo en Internet hay que leer mucho.

Otro libro que recuerdo con cariño es el “Mecanoscrit del segon orígen” de Manuel de Pedrolo por la transparencia con la que trata el descubrimiento del amor y la amistad entre dos adolescentes.

Quien lee se evade, quien se evade crea y quien crea genera optimismo.

Rosa López Grau
Escritora


María José Chordá



Mis primeros recuerdos de la lectura tienen mucho que ver con la palabra, con mi padre y una enorme fila de niños esperando su turno para leer ante la seño.


Hace poco leí una entrevista en la que el actor Juan Mayorga recordaba el placer de escuchar a su padre leer en voz alta y cómo aquello marcó su gusto "por las palabras y la lectura". Mi padre no leía en voz alta, ni tenía grandes estudios, pero era un entusiasta de la palabra, cuanto más rara mejor. Las pronunciaba, las repetía y las insertaba en sus conversaciones con cierta ironía. Le encantaba buscar en el diccionario, uno de los primeros libros que me regaló, fue un enorme diccionario Sopena ilustrado que yo adoraba. Al final, mi padre olvidó todas aquellas palabras, debido a una penosa enfermedad, pero de algún modo yo continué esa pasión y las revivo.

Otro de mis primeros recuerdos lectores me lleva a mí en el cole en una larga cola de niños, esperando a que la seño nos llamara a su mesa para leer la lección. Nerviosismo y excitación por hacerlo bien. Y luego el placer de leer y escuchar leer en voz alta, no había nada mejor.

De todos modos el instituto fue mi despegue lector, ahí me topé con la literatura en mayúsculas. La poesía se instaló en mi vida hasta la fecha y comencé a hacer lo que más me gusta, escribir, aunque desde los diez años había sido una empedernida escritora de diarios que aún conservo.

Me gusta pensar que ahora me dedico a hacer amar la palabra, la literatura, los libros a las personillas que cada curso me encuentro en una clase. Pues eso, me gusta pensarlo y pongo todo mi empeño en conseguirlo.

María José Chordá.
Profesora de lengua.

 

José Luis Sánchez Rodriguez


En mi casa no había televisión. Quizá por eso me hice lector. Tampoco había libros. Bueno, en realidad había un libro de cuentos infantiles, que releí cientos de veces y que se titulaba Para mi hijo. Recuerdo también algún cuento de Calleja, y un Quijote sin pastas que leía con voracidad en las tardes invernales de mi infancia. En casa también había una Biblia, que comenzaba por el Génesis y terminaban en el Apocalipsis, como todas las biblias, y que leí sistemática y ordenadamente de pe a pa. Me gustaba hacer incursiones lectoras en el libro de los Proverbios, o en el Deuteronomio, porque encontraba sentencias que me desconcertaban, creyendo, como creía entonces, que lo que allí ponía era palabra de dios, como lo de cortar la mano al ladrón o lapidar a las mujeres adúlteras, o vender como esclavas a las hermanas que deshonraban a la familia. Aprendí que para el dios de los judíos era mucho más importante una oveja que una mujer. Y posiblemente llegué a creérmelo, reforzado por El Promotor de La Sagrada Familia, El Santo, o la revista del Padre Damián, únicas lecturas que entraban en casa.

La tele seguía sin llegar, pero por aquel entonces no creo que me importase mucho, porque descubrí los tebeos: Pulgarcito, TBO, Din Dan y otras cabeceras juveniles. Si caía enfermo siempre aprovechaba la circunstancia para pedir tebeos, porque de otra manera no me los compraban, básicamente porque había que atender otras necesidades. Tenía sin embargo un vecino de mi edad, que además de televisor, guardaba una buena colección de álbumes del Capitán Trueno y El Jabato. Ni que decir tiene que nada más salir de clase, cogía la merienda y me subía a casa de mi vecino a vivir aventuras subido en un drakkar vikingo con la bella Sigrid de Thule, o montando en los globos aerostáticos del mago Morgano y en cualquier caso, viviendo experiencias alucinantes en lejanos países de nombres exóticos, o surcando mares en los que las galernas eran frecuentes, naufragando en una tempestad y salvando desvalidas doncellas o poblaciones oprimidas por los poderosos en los confines del orbe. Un tebeo era el único pasaje necesario para viajar por el mundo y volver a casa a la hora de la cena.

Debía tener 11 años cuando cayó en mis manos el primer libro de Enid Blyton, se llamaba Misterio del vagabundo. Aún lo conservo. Después vinieron el Club de los cinco, los siete secretos..., Blyton, la tantas veces denostada Blyton sus vacaciones sin adultos, vivían aventuras impensables, y sobre todo, desayunaban pasteles de jengibre, mermeladas de mil sabores, tartas, galletas, bacón, huevos y también algo que llamaban rosbeef. En mi particular imaginario gastronómico todas esas viandas han quedado grabadas como algo tan exótico como la libertad que parecían gozar unos chavales de la Inglaterra de postguerra, tan alejada del empobrecido, ultracatólico e hiperprotector ambiente en el que yo me desenvolvía. A veces, desayunando en algún hotel de bufet libre, me vienen a la cabeza los libros de Los cinco y me acerco a por otra tanda de huevos con tocino.

Un día descubrí la biblioteca. Allí habitaban nuevos héroes: Sandokan, Tom Sawyer, el capitán Hatteras, Nemo. Ivanhoe, Los hijos del capitán Grant..., Verne, Salgari, Twain, Fenimore Cooper, Walter Scott, empezaron a llenar mis espacios de ocio y mi cabeza de fantasías. Otros mundos infinitos se abrían para mí. Leía, leía, leía, siempre que tenía un rato, en la mesa, en la cama, en el servicio, incluso en clase. La adolescencia me trajo otros autores, otras lecturas. Pasé, en la edad prohibida, por aquellos libros para adolescentes de Martín Descalzo, me enganché después a las clásicos, a la poesía, al teatro, cualquier género me venía bien, cualquier estilo: El realismo, el naturalismo, los autores rusos...

Para cuándo mi padre compró una televisión en blanco y negro de segunda mano, yo andaba ya por Sthendal, Balzac, las hermanas Bronté, Mary Shelley, Dickens, Dumas, Lampedusa... y hacía incursiones en la filosofía y en la historia. Platón, Nietzsche, Sartre, Preston, Duby, Benassar. Me dejé seducir por los escritores malditos, Verlaine, Baudelaire, Bukovsky, Rimbaud, Sade, Horacio Quiroga, pero quizá mi experiencia literaria más intensa fue el descubrimiento la narrativa hispanoamericana, principalmente Cortázar, Rulfo, Monterrosso, Carpentier y sobre todo el literato completo, el genial García Márquez.

 Algunos cientos de libros después la literatura me regaló a Saramago, el autor que más me ha marcado, que más me ha hecho pensar, que más he admirado. Leí con fruicción, con voracidad, todo lo que caía en mis manos, durante años. Con la edad selecciono más lo que quiero leer, me deleito con Maalouff, Kundera, Galeano, Millás y tantos otros, que me han ido enriqueciendo en cada página. Si un libro no me atrapa en las primeras páginas, lo abandono sin ningún remordimiento, aunque a veces vuelva a darle una segunda oportunidad. En ocasiones leo, incluso, con el televisor encendido. Será por eso que se me atraganta Borges, que no he podido con el Ulises de Joyce y que no soy capaz de pasar de las primeras páginas de Divina Comedia, pero ya encontraré el momento, aunque para ello tenga que poner la tele de cara a la pared.

José Luis Sánchez Rodriguez.
Bibliotecario.

El autor escribió este relato por petición de @londones con motivo del día del libro de 2013, ahora lo comparte en "Yo aprendí a leer".

jueves, 3 de julio de 2014

Nicolás Jarque Alegre


No sabría precisar el momento exacto de cuando aprendí a leer, pero no falseo la realidad si haciendo un esfuerzo de imaginación, lo sitúo en el parvulario, con aquellos alfabetos pintados en las pizarras. Juntando letras mayúsculas y minúsculas. Confundiéndolas. Cantando, jugando mientras aprendíamos. Tuvo que ser después de que mi padre me enseñase a escribir la a,eso sí lo recuerdo bien y lo satisfecho que estuvimos los dos con ese logro. Seguro que tras ese triunfo llegaron otras pequeñas victorias en forma de e, de o, de n, de s... Y así todas las letras. Gracias a ello, tiempo más tarde, los cuentos de Caperucita Roja, de Garbancito, del Gato con botas... que me contaba mi madre podía leerlos, entenderlos y no quedarme solo en las ilustraciones, y aunque no disponían de la misma dulzura que la voz de mi madre o de mi abuela, disfrutaba de esas fabulas, sintiéndome mayor, como ellas.

Pero si prescindimos de esta etapa de iniciación común para la mayoría de los mi generación, podría aseverar, sin miedo a equivocarme, que mi primera lectura, la que yo considero así por ser ajena a las obligaciones escolares, se produjo por casualidad, con ocho o nueve años.

Fue en la biblioteca de mi pueblo. Curioseando por las estanterías, aquí, allá, cuando me topé con un libro cuya cubierta llamó mi atención. Y sin pensarlo mucho, me lo llevé a casa los quince días reglamentarios. Fue Papel Mojado de Juan José Millás, un escritor entonces desconocido para mí, y al que hoy en día le rezo cada noche para que me inspire, aunque esto es otra historia que ahora no viene a anticuento. Recuerdo que el libro me encantó. Que la trama me llevó por una senda desconocida para mí, donde lo infantil se quedaba atrás y la historia policiaca del libro, de mayores entonces, me enganchó. Pero a pesar de la buena experiencia, la lectura no consiguió alejarme de los partidos de fútbol eternos, de la televisión, de los juegos y de la alergia que sentía cada vez que el profesor de lengua enumeraba los libros a leer para aprobar su materia. Siento que en aquella época Camilo José Cela, Quim Monzó, Unamuno, Isabel Allende, entre otros grandes autores, no me cautivaran.

Y el tiempo pasó. Di el estirón. Me centré en los números, en contabilizarlos en el debe y en el haber, hasta que la escritura, por cierto alentada en gran medida por Millás y su espacio radiofónico, despertó mi curiosidad por las letras. Entonces, con naturalidad, me vi recuperando el tiempo perdido. Me obligué, esta vez con deleite, a leer los clásicos indispensables, las lecturas recomendadas y todo aquello con aroma literario que caía en mis manos. Así, con cierto apuro, confieso que ya había analizado muchos balances cuando descubrí a García Márquez, a Benedetti, a Vilas-Matas, a Vargas Llosa, el Quijote, la Metamorfosis, Pedro Páramo..., a otros escritores —clásicos o contemporáneos— y a un buen ramillete de autores, microrrelatistas la mayoría, que he ido conociendo en los últimos años; de los que he disfrutado y aprendido al leer sus creaciones.

De esta forma, con infinidad de lecturas aún pendientes, llego a la parada llamada actualidad, donde hace unos días, otra vez, por casualidad aunque no exista, he vuelto a releer Papel Mojado, sin tanta devoción como la primera vez, pero con la misma atención a las letras del maestro Millás. Y de este modo quiero pensar que se estrecha el círculo de mi experiencia lectora y, ello me sirve para cerrar esta narración, no sin antes aconsejar, solicitar, suplicar a quien corresponda y a mí mismo, para que sigamos leyendo e inculcando a nuestros pequeños que no hay mejor aprendizaje, medicina, entretenimiento o descubrimiento vital que los libros y su lectura.

Así que conjuguemos para aplicarnos de verdad el cuento: Leo, lees, leen, leemos, leéis, leen.

Nicolás Jarque Alegre.
Contable.