jueves, 15 de enero de 2015

Micky (@poemios)


Recuerdo las mañanas de sábado, cuando esperaba ansioso la paga del abuelo y de mis padres para salir corriendo a la librería y comprarme otro libro de Los Cinco o Los Siete Secretos, de Enid Blyton. Yo tendría nueve años y esa era mi mayor ilusión material. No quería el dinero para otra cosa que no fueran libros y más libros. La lectura era algo imprescindible en mi vida, me llenaba más que cualquier otra cosa. Por aquella época también estaba haciendo un coleccionable, Los Jóvenes Castores, libros muy divertidos y didácticos que iba colocando en una pequeña librería roja de plástico que venía por piezas en las primeras entregas.

Otras lecturas iniciáticas posteriores fueron algunos libros clásicos juveniles como obras de Salgari o Verne; varios de la colección de Anaya Tus Libros -que aún conservo-: El Misterio del Cuarto Amarillo (Leroux), Cuentos de La Selva (Quiroga), Las Minas del Rey Salomón (Haggard), El Mundo Perdido (Doyle), o La Quimera del Oro (London); Astérix o Tintín -cómics que me dejaba mi tío Rafa-, Tom Sawyer y Huckelberry Finn, Ivanhoe y Crusoe, Oliver Twist…

Pero el libro que me inició en la lectura “adulta” me lo recomendó una amiga de la familia cuando yo tenía diez u once años: Flores en el Ático, de V. C. Andrews; este libro trastocó por completo mi pequeño mundo literario de fantasías y finales felices, y me adentré en las historias reales y duras, quizá demasiado joven -aún recuerdo el impacto que me causó-, pero así fue. Poco a poco fueron llegando a mi juventud autores como Tolkien o King, y seguí disfrutando de una de mis mayores aficiones, quizá a la par que la música. Cuando llegó la adolescencia me adentré en la literatura independiente, rebelde: generación beat (Kerouac, Ginsberg, Burroughs), Bukowski, Toyle, Fante; también descubrí a Javier Marías, Borges, Chejov, y tantos otros que aún leo y releo porque ya forman parte de mí, necesarios como el respirar.

Puedo decir que he vivido siempre entre libros y discos, un poco en mi mundo paralelo, ese que tantas veces me ha sacado de la realidad para hacerme soñar y pensar por mí mismo antes de volver a poner los pies en el suelo. Nada me ha sido más útil en la vida que la lectura y la música, sin ellas no habría logrado entender y sobrevivir en este mundo paradójico. Ampliemos horizontes mentales, no dejemos nunca de viajar entre letras.

Micky (@poemios)  
Poeta.


viernes, 9 de enero de 2015

María González Forte


Fui al colegio con tres años, hace casi sesenta. Me mandaron tan pronto porque mi madre ya tenía otra hija y estaba a punto de dar a luz a la que sería mi tercera hermana.

Recuerdo a mi primera profesora, una monja gallega trabajadora y tozuda, como una persona de muchísimo genio y gran carácter. Los niños evitábamos cruzarnos por delante de su mesa por si se perdía algún que otro tortazo. Aún así, cada día teníamos que aparecer por su mesa para leer ma, me,  mi, mo, mu y después "mi mamá me ama". Escribíamos con pizarra y pizarrín. Creo que nunca volví a pensar en esta palabra: pizarrín. Una barrita que arañaba la pizarra y que se limpiaba con un paño húmedo. Recuerdo a Emilia Izcoa,  una niña que lo limpiaba con el borde de la manga, de la que nunca supe nada más, y los garabatos. El sinfín de garabatos rasgando la pizarra, cuando ya sentadas en nuestra silla, nos resarcíamos del miedo pasado sobre la tarima imponente de la maestra. Recuerdo todo lo que cantábamos, lo que jugábamos y los formulismos. La repetición exacta de las frases protocolarias para resolverlo todo: "Buenos días, ¿cómo están ustedes?" Y al unísono: -"Muy bien… "

Lo peor en el colegio, y esto lo aprendí en seguida, eran las chivatas. Las niñas acusadoras a costa de los fallos de las demás. Aprendí a rechazar el chivateo de los compañeros para prosperar, y creo que es de las cosas que siguen permaneciendo en mi interior, tan asidas a mi mente como los cabos de España.
 

Mi segunda profesora fue un regalo a la vida escolar. Dulce, entrañable, cercana, la cara opuesta de la primera maestra. Se llamaba Sor Cristina y un día le dije que cuando tuviera una hija le pondría su nombre. Sonrió pero no se lo creyó. Con ella pasamos el resto del parvulario y salimos leyendo y emocionándonos casi siempre con vidas de santos. Ella las iniciaba en clase y fomentaba nuestra curiosidad. Y nos enseñaba versos. Versos ripiosos que interpretábamos con gestos exagerados y que nos ayudaron a vencer la timidez. Más tarde se atrevieron con los cuentos. Me tocó ser la bruja en Blancanieves. Y recuerdo la representación y a mi madre sentada entre los otros familiares,  sonriendo feliz con mi hermana pequeña en los brazos y a alguien que la felicitaba por mi actuación y le decía, que mi papel era más difícil porque hacía de mala.

Los años transcurrían muy despacio, las mañanas se hacían eternas, comíamos en casa y vuelta al cole. Por la tarde nos enseñaban dos horas más, en las que volvían a machacarse más cuentas, más dictados, más caligrafía. La tinta y el tintero era un premio a lo que mucho antes teníamos que perfeccionar con el lápiz. Y era en las tardes, justo antes de regresar a casa,  cuando todos los niños recogíamos todo y sentados en nuestras sillas, empezaba el rosario, la letanía, los padres nuestros por tal cosa o tal otra y con el mismo soniquete y la casi la misma intención memorística, los cabos de España, los ríos, encabezados por el  Miño "que nace en Fuentemiña provincia de Lugo" y los reyes godos: Ataulfo, Sigerico, Teodorero… Era un aprendizaje basado en la repetición y me sorprende que aún ahora, después de tantas décadas, sigan permaneciendo Fuentemiña, Ataulfo y Machichaco en mi memoria.

Mi madre se compadecía de nosotros y cada día, si no llovía, nos llevaba a una plaza cercana a jugar. Sobre las siete marchábamos para casa: baño, pijama y cena. A las nueve no se oía nada. Antes de dormir,  leíamos algún cuento de la época, donde las princesas además de guapas eran inmejorables y ganaban siempre los buenos. Supongo que si analizara mis primeras lecturas, fluctuarían entre santas y princesas. Con lo que mis sueños se aderezaban entre benditas heroínas que renunciaban a todo para vivir en las misiones bautizando chinitos, o hermosos palacios bailando con el príncipe más guapo del mundo.

¡Esta niña está en las nubes! Qué va. De nubes nada. Soñando despierta y ensimismada con el baile del príncipe del último cuento leído.

Los sábados sin excepción, mi vecina y yo íbamos a una papelería cercana a comprar un tebeo. Estábamos ansiosas por regresar a casa a leerlo. Me recuerdo sentada en el primer escalón que daba al patio, con la misma ropa toda la semana, leyendo juntas. Después, cada una interpretaba a un personaje. Ella elegía primero, al héroe o a la princesa mejor, o al Capitán Trueno… Yo, como era dos años menor y bastante más tonta, me conformaba con ser la segunda, es decir, que siempre tenía un papel secundario. Tantas veces leíamos y releíamos que casi los memorizábamos  y después jugábamos a interpretarlos.

A veces, cada una tenía que hacer varios papeles, cambiando las voces, los gestos, o los trapos que nos colocábamos fingiendo ser un personaje u otro. Y lo mejor fue cuando inventábamos las historias, o mezclábamos cuentos. ¡Inventar historias! Jugar con los personajes. Ahora se encuentran, más tarde algún niño se pierde, lo encuentra un leñador, o un campesino bueno o un hada del bosque… lo devuelve a su madre y son felices para siempre.
 

"Caperucita dispuesta a ayudar a su pobre abuela, se internó por la floresta, mucho tendría que andar, pues tenía la abuelita enclavada su casita en el centro del pinar. El lobo que allí la vio, de pronto se relamió…".

-¡Mamá! ¿Qué es relamer? ¿Qué es floresta? ¿Qué quiere decir "enclavar su casita"?

La lectura nos traía preguntas nuevas y nos empapaba de curiosidad. Con una muñeca vieja, algunos trapos y libros muy sobados encarábamos la vida jugando tan a tope, con tal intensidad que nunca sabía cuando me llamaban para volver a casa, si era para el almuerzo o la merienda. Nunca hubo juguetes teledirigidos, ni PSP, ni raquetas de tenis o pádel. Pero que no hubiera juguetes más o menos sofisticados no significa que no jugáramos cada día de nuestra infancia, que no tembláramos como hojas al viento cuando el abuelo de mi vecina nos prestó como un tesoro, un atlas y descubriéramos en él lo grande que era el mundo. Estábamos creciendo y Caperucita se durmió para planear qué íbamos a ser de mayores, cuántas aventuras nos proponía Julio Verne, o Emilio Salgari. Cuántos acontecimientos viviríamos con Los Cinco y tantos y tantos más con los que entre líneas se leía que la vida merecía la pena vivirse y que en el mundo nos esperaban lugares distintos y maravillosos.

Mamá, ¿qué es… ser mayor y guardar las preguntas porque ya no conoces susrespuestas o no estás tan cerca para responderlas?
 
Entonces llega el amor y remezclas el diario de la adolescencia con los poemas de Gustavo Adolfo, y como un golpe de magia, se cuela El Principito en inglés, traduciéndolo entre todos con la profesora y sorprendiendo hasta a los más duros de la clase. Y, cómo no,  llega Platero bebiendo aguas con estrellas y Los cien años de soledad, y Randal y el rey Gudú… y  Borges, diciéndonos que uno no es por lo que escribe, sino por lo que ha leído.

La comunicación con los autores a través de la palabra escrita, me sigue pareciendo cada día un pequeño milagro.



María González Forte
Profesora y escritora.