domingo, 20 de agosto de 2017

Silvia Fernández Díaz


En mi vida, he aprendido varias veces a leer. La primera fue en parvulitos, a los cuatro años. Sin apenas darme cuenta, comencé a unir las grafías que, a diario, copiaba en los cuadernillos Rubio. Un día la señorita Gracia nos mandó la cartilla Palau. Era una cartilla de lectura. Es mi primer recuerdo, al que luego sumé el de los maravillosos libros Senda de la editorial Santillana.

Cuando aprendí a leer mis hermanas respiraron aliviadas. Ya no les daba continuamente la tabarra para que me leyeran en voz alta mi libro favorito. Uno sobre el niño Jesús en el templo, que no se titulaba exactamente así y que, desgraciadamente, no he podido localizar en mis largas búsquedas por Internet ni en las ferias de libros antiguos.

Sobre todo, aprendí a leer con las poesías. Con esos poemas de Machado o Espronceda que nos hacía recitar de memoria junto al encerado. Cuando me mandaban esos deberes, siempre pensaba que sería incapaz de aprenderme aquellos versos tan largos. Gracias a la repetición, lo acababa consiguiendo. Esos poemas, grabados desde entonces en mi memoria, han sido las lecturas más inolvidables de mi vida.

También recuerdo gratamente las incursiones a los libros de las estanterías de mi casa. O a los que heredé o me regalaron mis hermanas. Me acuerdo con gratitud de los lomos granates, con letras doradas, de Selecciones del Reader's Digest de mi abuela, las aventuras de Los siete y Los Cinco, las de Tom Sawyer o las de Los muchachos de la calle Pal. Las emociones que viví con Cuando Hitler robó el conejo rosa. Y el deseo de devorar, sin querer que nunca se acabara, La historia interminable, de Michael Ende. Recuerdo una maleta cargada de libros de Cuba, en la que llegó Mi planta de naranja lima. Y La busca, de Baroja, y después muchas más novelas suyas, o las de Herman Hesse, Heinrich Böll, Carmen Martín Gaite... Así se me abrió un mundo paralelo, en el que me sentía mucho más acompañada que en la vida real. Leer junto al balcón, en las noches de verano, era lo más agradable de las vacaciones interminables de mi adolescencia.

Casi nunca he dejado de leer. Durante los años en que me dediqué a preparar unas oposiciones, no pude hacerlo con la asiduidad que quería. Sin embargo, cuando las aprobé, quise cursar algo relacionado con la escritura. Los talleres de escritura de relato y, posteriormente otros más especializados, me han enseñado a leer de nuevo. Antes sabía cuándo un libro me gustaba o, por lo contrario, me aburría, pero no sabía el porqué. O cuál era el motivo por el que me emocionaba. Gracias a la lectura compartida de relatos y novelas en talleres, aprendí de nuevo a leer. A analizar los textos, intentando llegar más allá de lo que se deduce en las líneas, y compartir los comentarios con los compañeros y los profesores. Y sigo en ese proceso maravilloso.

Por lo demás, casi nunca salgo de casa sin un libro en el bolso. Es un objeto imprescindible en mi vida. Uno de los mejores compañeros de viaje. No suelen defraudarme. Y, si lo hacen, no les pido más y enseguida encuentro otro que me satisface. Hace años, al acabar un libro, me quedaba sin saber elegir otra lectura. Tenía que esperar para comprar un nuevo libro, a pesar de tener bastantes que no había leído pero que no se encontraban entre mis apetencias. Sin embargo, ahora tengo en mis estanterías una pila de amigos que esperan el turno para que llegar a mis manos.

Los libros me enseñan a vivir otras vidas, abren mi reducido mundo a otros lugares, a otras emociones, a unas sensaciones que reconozco cuando leo algún párrafo de Sándor Márai, Zweig, Magda Szabó. O me sumerjo en los abismos vitales de Thomas Bernhard. O cuando me deleito en la prosa fluctuante, en el dejarme llevar entre las olas de palabras de António Lobo Antunes. Quizás parezca exagerado, pero no puedo vivir sin los libros. Vivir sin leer es una especie de muerte. Porque los libros me hacen soñar. Eternamente.



Silvia Fernández Díaz.
Escritora y lectora apasionada. Profesora. Administrativo por las mañanas.



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