viernes, 23 de noviembre de 2018

Elena Casero Viana


Cuando la memoria no alcanza hasta la infancia, hasta esos años que vamos recuperando con el paso del tiempo, no tengo más remedio que recurrir a los recuerdos de mi hermana, que es como una hemeroteca andante.

Me cuentan que aprendí a leer a los tres años. En mi época, los años cincuenta, el colegio de parvulitos creo que comenzaba a los cuatro años y no era obligatorio. Como la mayoría de las madres no trabajaban fuera de casa, ellas te educaban, te criaban, te mimaban. Entre mi madre y mi hermana me enseñaron a leer en una casa que era, entonces, un caos controlado. Bajo el mismo techo vivíamos mis padres, mis hermanos y yo, mis abuelos y mi tía. Mi casa era refugio y hogar para los familiares que acudían desde el pueblo al médico, a hacer gestiones administrativas o simplemente de visita.

Mi hermana con paciencia y mi madre con su sabiduría construyeron mi mundo de palabras y de música. Mi madre me cantaba canciones antes de dormir y me contaba algún cuento. Yo era niña de poco hablar, tímida, introvertida que pasaba más tiempo observando que hablando.

Las lecturas comenzaron pronto. Descubrí en casa, en alguna estantería, los libros de mi hermana, trece años mayor que yo. Llegué a pensar que comía libros, de tanto verlos entre sus manos. 

Los cuentos clásicos de Perrault, Andersen, los hermanos Grimm llenaron de imágenes y felicidad mis momentos de asueto. Los tebeos que leía mi hermana otros tantos años más. Nunca podré olvidar sus carcajadas leyendo a Rompetechos o El Quijote, aunque parezca una contradicción. Mi padre leía novelas de Zane Grey, de Marcial Lafuente Estefanía, que yo también leía de vez en cuando. Después llegaron los libros de Enid Blyton, o Richmal Crompton que todavía conservo. Siguieron los de aventuras, las historias de Julio Verne, la Isla del Tesoro, Moby Dick, aunque a mí lo que me gustaba era leer las novelas de mayores. 

En el año mil novecientos sesenta y cinco me compré mi primer libro: Platero y yo en una preciosa encuadernación de tapas blancas. Entretanto, yo le cogía prestados algunos libros a mi hermana, libros que ella consideraba que no debía leer porque no eran apropiados para mi edad. Los guardaba debajo de mi ropa y me escondía en el baño para leer hasta que me descubría mi madre. O debajo de las sábanas con una linterna de mi padre para seguir leyendo por las noches. 

Jamás de dejado de leer. Creo que si eso sucediera sería un desastre. Leer me proporciona tanta felicidad como escuchar música, o interpretarla. Leer es soñar, vivir en otros sitios, dentro de otras personas, en otras épocas. No sé entrar en una librería y salir sin un libro en la mano. Comprar uno me proporciona un entrañable bienestar. 


Elena Casero Viana.
Escritora.

martes, 14 de agosto de 2018

Reyes García Doncel

 

Mi padre era de la vieja escuela —ideas que algunos reivindican ahora como modernas—, y opinaba que cuanto más tardaran los niños en ir al colegio, mejor pues lo que debían hacer era jugar, que ya tendrían tiempo de obligaciones. Así que yo no conocí ninguno de los niveles educativos anteriores al obligatorio y, no sin cierta envidia, veía como las otras niñas asistían al colegio con sus babis en las categorías de párvulos pequeños, párvulos medianos y párvulos mayores que así era como en esos años —muy largo me fiáis la fecha—se le llamaba al preescolar.

Por lo tanto mi infancia transcurrió entre palomas, palmeras y estatuas de señores importantes en el parque; dunas, conchas, olas y pinos en la playa; cocina, telas y máquina de coser de mi abuela en mi casa. Aprendí pronto a rastrear las lagartijas en la arena; a descubrir madrigueras de conejos —cuando todavía había conejos en el matorral del bosque—; a asistir a las estaciones en los árboles; y a hilvanar con hilo doble y aguja gorda los retales que caían alrededor de la máquina de coser. Pero lo que mi padre pretendía se cumplió solo en parte, porque siendo la más pequeña de la familia, era una candidata perfecta para que mis hermanos jugaran al colegio, cuando volvían del suyo, y en un cuaderno con rayas azules me enseñaron las letras, las sílabas, a leer algunas palabras sencillas, y por supuesto los números.

Con este escaso bagaje académico, y una absoluta falta de saber comportarme en clase — tengo en mi retina la imagen de aquella primera seño chillándome porque no me sentaba nunca en mi sitio—, entré en primero. Las notas entonces eran mensuales, y el primer mes solo me calificaron dos materias: Lengua con un 2 y Matemáticas con 1. En el resto aparecían en blanco, por lo visto no tenían suficientes datos, o yo estaba todavía demasiado salvaje para encuadrarme en los casilleros. Esas dos notas destacaban aún más por lo solitarias, mientras yo miraba con envidia el boletín completo de mis compañeras.

Pero esta situación cambió rápidamente: las letras se agruparon en palabras y éstas en frases con significado. El segundo mes mis notas ya fueron completas, y desde entonces el mundo de los tebeos primero, y el de los cuentos después, se abrió ante mí. Todos los domingos después de misa mi madre me compraba un ejemplar de una colección de tebeos —que ahora no recuerdo el nombre— donde las niñas tenían ojos grandes, abundante pelo largo, se vestían de hadas o princesas, incluso lo eran, en un mundo rosado y luminoso. Sí, absolutamente sexista. Muy incorrecto. Imagino que algo de eso se me habrá quedado en el subconsciente y por eso me gusta dormitar con las imágenes de películas románticas alemanas de fondo… Después pasé a los cuentos étnicos, de los que recuerdo especialmente los rusos por lo exótico de los paisajes y las vestimentas; tras ellos vinieron los de autor: Andersen, Perrault, Grimm… que mis familiares me regalaban en cada festividad escogidos del folleto del Círculo de Lectores; más tarde, me devoré todos los Julio Verne —recuerdo especialmente “Viaje al centro de la Tierra”, que he utilizado incluso en mis clases del instituto para explicar Geología—; y los del gamberrísimo Guillermo Brown, siempre presente en la biblioteca de mis hermanos. Ya entonces la lectura conseguía absorberme tanto que leía hasta la madrugada, con la consabida riña de mi madre desde su habitación para que apagara la luz, y empezaba mis primeros pasos como escritora con cuentos de sirenas, que vivían en islas escondidas, que tenían un castillo mágico, al que llegaba en su nave un apuesto marinero.

Metidos ya en la pre adolescencia, mi mundo literario lo ocupó hegemónicamente Enid Blyton en su vertiente más dinámica con las aventuras y misterios de Los Cinco y el Club de los Siete Secretos, y en la faceta de intimidad femenina con la vida de las colegialas en Torres de Malory. Cumplieron su función durante unos años, pero pronto fueron sustituidos por Pearl S Buck, Mika Waltari y Agatha Christie; y en cuanto empecé a platearme ¿qué hago yo aquí?, ¿por qué todos tenemos que seguir las mismas órdenes? y demás preguntas intrínsecas a la adolescencia, por autores de carácter más filosófico como Herman Hesse —“Sidharta” y “El lobo estepario” fueron mis libros de cabecera durante un tiempo—, y otros que pretendían serlo: “La muerte está en el camino”, “Cierto olor a podrido” del cura vasco Martín Vigil, o el “Juan Salvador Gaviota” de Richard Bach. La poesía de Rabindranath Tagore, García Lorca, Miguel Hernández y Pablo Neruda ocuparon por derecho propio mis estanterías y mis pensamientos durante aquellos años.
   
Desde mi juventud he leído casi todo lo que caía en mis manos —en una época mucha literatura femenina, en otra sudamericana—, y ahora también escribo intentando imitar, lo mejor que puedo, a mis ídolos, porque una es el resultado de  las personas que ha conocido, las ciudades que ha visitado, y también los libros que ha leído.

Los libros me enseñan, me acompañan, me consuelan, me emocionan. Si por una situación extraña tuviera que elegir entre no poder escribir o no poder leer, escogería con mucho dolor lo primero. Los libros fueron, son y seguirán siendo, compañeros imprescindibles en este viaje que se llama vivir.


Reyes García Doncel 
Profesora y escritora.

  

miércoles, 2 de mayo de 2018

Maite Nuñez


Mi sustancia es la lectura. Los libros han sido y son tan importantes en mi vida que he llegado a pensar que nací ya sabiendo leer. Esto, obviamente, no es así, de manera que sitúo mi aprendizaje de la lectura a eso de los tres años, en casa, antes de ir a la escuela. En el colegio, mi primera profesora de parvulitos, a mis cuatro años, fue la señorita March, una anciana (o al menos yo la veía así) que se quedaba dormida en mitad de la clase, así que no sé cuánto en ese aprendizaje le debo a ella.
La infancia representa ese territorio sagrado que es inicio de todas las cosas. Es también un territorio de formación, pero con sentido en sí mismo (no únicamente de transición hacia la edad adulta). La infancia también es esa etapa de la vida en la que se crece más, a pasos agigantados. Y en ese crecimiento tiene un papel fundamental la lectura. Yo no puedo pensar en mi niñez sin libros. Una es producto, entre otras cosas, de sus lecturas.
Si una cosa caracteriza la niñez es la curiosidad y no se me ocurre ninguna manera mejor de saciar la curiosidad que la lectura. Yo era una niña enormemente curiosa, en el mejor de los sentidos de la palabra. Los primeros libros de los que guardo recuerdo fueron algunos cuentos clásicos (recuerdo haber tenido una edición fantástica de El castillo de irás y no volverás, así como de otros cuentos, que ignoro donde fueron a parar, desgraciadamente). Mi enorme suerte fue que hubiera libros en casa. No tengo gran conciencia de cómo se formó nuestra pequeña pero estupenda biblioteca, nutrida con clásicos rusos, franceses, españoles, anglosajones.
Sí recuerdo, en cambio, que mi padre me compraba libros de Enid Blyton, que triunfaba en aquellos primeros años setenta (entre mis seis y mis diez años, diría). Curiosamente, no eran los libros de Los cinco -los más famosos de la autora- sino de otra serie, la protagonizada por Los siete secretos (otro hervidero de misterios y pasteles de jengibre). En todo caso, se trataba de libros “apropiados” para mi edad que sin duda fueron el caldo de cultivo para que con diez años escribiera los primeros capítulos de lo que tenía que haber sido una novela titulada “Chin y Chon y el misterio del niño desaparecido”. Creo que nunca la acabé.
Muy pronto (digamos, entre los diez y los doce), sin embargo, ese universo de niños jugando a ser detectives se me quedó corto y empecé a explorar de manera casi clandestina todos aquellos libros que desde las estanterías de casa me susurraban “léeme”. Creo que lo hacía sin mucho criterio, casi siguiendo más el orden de colocación de los volúmenes que otra cosa, en mi ansia por leer, que era mi ansia por saber. Libros de aventuras como los de Julio Verne, Viaje al centro de la tierra y otros clásicos del autor francés, pero sobre todo tuvieron gran importancia en mi formación lectora Dos años de vacaciones y Miguel Strogoff. También otros clásicos como Historia de dos ciudades y Oliver Twist, de Dickens o El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, por decir algún título.
Así que fui correo del zar en Siberia, náufrago en una isla del Pacífico, viví “el mejor de los tiempos, el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura”, fui huérfana en Londres y estuve encarcelada en el castillo de If. Aprovechaba los mediodías, después de comer, para ponerme en esas pieles. Llegaba al colegio con el tiempo justo.
Mi padre me había advertido de que algunos libros de los que teníamos no eran adecuados para mi edad (aquellos diez o doce, tal vez hasta los catorce, cuando mi padre murió y dejaron de entrar libros en casa), y eso bastó para que, como en un acto delictivo, leyera el Decamerón y Las mil y una noches y un volumen muy grueso de novelas picarescas (La vida del Buscón, el Guzmán de Alfarache y varias más).
A partir de los quince, cuando empecé a recibir anualmente mi beca de huérfana para estudiar bachillerato, me acostumbré a hacer mis propias compras de libros. Y hasta la fecha. Uno de los primeros libros que recuerdo haber comprado yo es uno cuyo poso ha quedado para siempre en la recámara de mi memoria: Rojo y negro, de Stendhal.
Creo firmemente que la lectura crea experiencia y que incluso podríamos definirla como un acto de amor. Un acto de amor también es recomendar libros a los niños y proporcionarles lectura. Y en parte creo que tuve una infancia feliz porque pude leer libros. En definitiva, tanto entonces como ahora, leo para vivir otras vidas, para alimentar mi imaginación, para entrenar el cerebro, porque combate el estrés, ayuda a dormir mejor, porque amplía tu perspectiva del mundo, porque para escribir hay que haber leído mucho.

Maite Nuñez
Escritora




martes, 1 de mayo de 2018

Diana Marina Gamarnik


Estoy convencida de que a lo largo de la vida se pueden cambiar muchas cosas de la personalidad. Suavizarlas, mejorarlas o transformarlas por completo. Aunque hay algunas que, por lo menos en mi caso, nunca logré modificar ni un ápice. Soy muy curiosa y ávida de todo. Y además me aburro muy rápido. Excepto… 

En septiembre de 1966 yo tenía cinco años y el jardín de infantes me aburría. Mi mamá me había enseñado los números, y con ellos jugaba a sumar y restar. Los escribía acostados porque no sabía cómo hacerlo bien, pero recuerdo que me encantaba hacer cuentas. Hasta que quise saber más. Entonces mi mamá comenzó a enseñarme las letras y me mostraba los titulares del diario (en mi casa siempre se compró el diario) para ver si las reconocía.

A la vuelta de casa, en la calle Villegas (muchas cosas sucedieron en mi vida en esa calle), vivía una maestra particular. Era muy joven y se llamaba Mabel. Mi mamá le preguntó cómo podía hacer para que yo aprendiera a leer y ella le recomendó un libro de lectura del que nadie recuerda el nombre. Me lo compraron en el mes de octubre y cuando lo tuve en mis manos, mi felicidad fue infinita. Mi mamá me contó que el primer día leí sola hasta la página 21. Tal era mi avidez.

Después decidieron mandarme con Mabel para practicar (y para que no me aburriera). Las dos nos sentábamos en una mesita que estaba al lado de una puerta que daba a la cocina y nos pasábamos el rato leyendo juntas libros de cuentos para niños con muchos dibujos y pocas palabras. 

En noviembre de ese año, al cumplir los seis, ya sabía leer y hacer cuentas. Lo que no sabía era escribir o, mejor dicho, lo hacía con mis propias reglas, y dibujaba garabatos incomprensibles, absolutamente convencida de que decían lo que quería que dijeran.

Justo en esa época se había establecido que, por la falta de matrícula, se podía inscribir a los chicos de cinco años en primer grado. Mi papá y mi mamá pensaron que era una pena que yo no pudiera aprovechar esa posibilidad y que, como ya sabía lo que se enseñaba en primer grado, quizás convendría que entrara directamente en segundo grado. (Lo que no sabían es que no solo se aprende a escribir, a leer y hacer cuentas en primer grado, se aprenden muchas cosas más que yo no supe, pero esa es otra historia). 

En marzo de 1967 encontraron una escuela nacional en Lanús, la Nº 69, cuyo director (recuerdo que se llamaba Daniel Olmedo y que era muy simpático) aceptó que empezara segundo grado directamente después de que me tomaran un examen que aprobé a pesar de mi letra horrible.

En agosto de 1967, para el Día del Niño me regalaron la colección completa de los libros de Monteiro Lobato. Eran veinticuatro tomos encuadernados en una especie de cuerina roja con las letras de los títulos doradas y las caras de los protagonistas, Naricita y Perucho, también en dorado. Si se compraba la colección en un solo pago, venía de regalo además un bibliotequita de madera.

Ese recuerdo no necesité que me lo contaran. Todavía siento la emoción que me atravesó el cuerpo esa tarde en la que llegué de la escuela y descubrí que todos esos libros ordenados estaban esperándome. La avidez me hizo agua la boca y sentí mucho placer, algo que mantengo hasta el día de la fecha ante un libro nuevo.

 –¿Es para mí? ¿Es toda para mí?

 –Sí. Para que no te aburras. 

Esa misma noche mi mamá empezó a leernos a mí y a mi hermano menor el primer tomo de la colección, Las aventuras de Naricita y Perucho. A la semana le dije que quería probar leerlo sola. Y así empezó una tradición que nunca me abandonó: leer en la cama antes de dormirme. Incluso, a veces lo hacía con el velador escondido debajo de las sábanas para que no se dieran cuenta de que me quedaba leyendo hasta tarde.

En noviembre de 1967, cuando cumplí los siete años, lo terminé. Había terminado de leer mi primer libro, esta vez con muchas palabras y pocos dibujos. 

Y supe, sí, a mi manera infantil y como podía, que al leer me había convertido en la dueña de un tesoro y que no me aburriría nunca más. 

Luego a los nueve, apareció en mi vida Mujercitas, de Louise May Alcott, y con ella, la colección Robin Hood, con sus entrañables tapas amarillas. Mis preferidos eran los libros en los cuales las chicas eran las protagonistas, no importaba en qué época transcurrían, pero debía haber chicas. Sin saberlo, empezaba a sentirme parte de esos libros, a creer que eran solo para mí y a descubrir gozosamente que, luego, podía compartirlos. De estas dos experiencias fundacionales, me quedó una especial atracción por las colecciones: saber que sus historias no terminaban, que había otro libro esperándome, me generaba una sensación especial: más tarde supe que era la voluptuosidad de esperar algo que estaba a mi alcance, que ya iba a llegar. 

Después a los once años, durante una tarde en la que estaba muy aburrida y había terminado todos los libros infantiles que estaban a mi disposición, encontré un libro sin tapas en la biblioteca de mi casa. Pude descubrir que era de la colección El Séptimo Círculo, pero nunca supe su nombre, además de la tapa también le faltaban algunas hojas, empezaba en la página 17. Era una novela policial de la cual recuerdo que descubrieron al asesino porque era un ciego que había “mirado” hacia abajo desde lo alto de una escalera, por lo tanto no era un ciego y sí el asesino. A partir de este libro, se abrió en mí una pasión de coleccionista de novelas y cuentos policiales, de todas las épocas y estilos, que continúa hasta la actualidad. 

El cuarto acontecimiento sucedió a los doce con La Adorable Revoltosa, de Enid Blyton, que no solo incrementó mi avidez por las colecciones, sino que también me regaló algo para siempre. Reconozco que las veces que pude ponerlo en práctica fueron muchas menos de las que hubiera querido, pero de todos modos sigo insistiendo… No recuerdo la frase con exactitud, pero decía algo así como que ser valiente no es no tener miedo, sino enfrentar la vida con todos los errores que uno puede cometer, que ser orgulloso no implica mantener una posición para siempre; si uno está equivocado, es posible cambiar o al menos intentarlo. La protagonista del libro llega a esta conclusión mientras se está hamacando en el parque de su escuela y también, desde entonces, las hamacas pasaron a tener un papel muy importante en algunas circunstancias de mi vida. Amo hamacarme muy alto, tan alto como me siguen llevando los libros.


Diana Marina Gamarnik
Correctora, editora y redactora.



lunes, 16 de abril de 2018

Ángel L. Montilla Martos


Cuenta mi madre que aprendí a leer sin que me enseñaran. Dice que teniendo yo unos cuatro o cinco años íbamos por una calle de Málaga y, al pasar bajo el cartel de una sastrería, leí en voz alta: “Mateo”. Mi madre se medio asustó: “¿Quién ha enseñado a este niño a leer?”. Seguro que el “milagro” se produjo porque el susodicho cartel estaba en el camino a casa de mi abuela, a la que íbamos casi todos los días desde la nuestra, situada en la periferia de desarrollismo tardofranquista. Imagino a los mayores diciéndome “ahí pone Mateo, Ma-te-o, Ma-te-o”. Mis tiernas neuronas irían remachando la letanía hasta que ultimaron sus sinapsis y… leí.

Y así empezó todo. 

Luego fui a una escuela particular que en Andalucía llaman “amiga”. Era una mujer mayor, muy agradable, que llenaba de niños las pequeñas habitaciones de su casa. Recuerdo que me usaban como señuelo publicitario de lo bien que aprendían los niños en su negocio. Me ponían delante de las visitas y leía fragmentos de la cartilla. El típico niño repelente.

Al poco abrieron en el “famoso” barrio de La Palma un colegio de verdad, nacional, patrio, público, estatal... e ingresé en “parvulitos”, o educación infantil. Probablemente era el único que sabía leer. Allí “progresé adecuadamente” y entré en primaria, donde se hacían muchos dictados, sin duda por la dictadura que vivíamos gozosa e inconscientemente.

En cierta ocasión, por motivos administrativos que desconozco, llegaron unos inspectores, miraron nuestras libretas y nos pasaron a unos cuantos repelentes a un curso superior, aunque apenas había pasado un mes desde septiembre. De esta anómala manera incrementé mi nivel de repelencia. Dos años más tardes rectificaron y me hicieron repetir con todo sobresaliente. Cosas de las dictaduras.

Pero mi repelencia lectora no tenía límites y creció en paralelo cuando inicié mi fugaz carrera como lector en público en las misas de los domingos. Leía las epístolas a los Corintios o a los Tesalonicenses, un trabalenguas cruel que resolvía como podía. Algo quedó del estilo testamentario en ciertos textos que he escrito después.

A partir de ahí la cosa se normalizó y no llegué a ser ningún voraz lector en la infancia. Mis padres me compraron una colección de literatura juvenil con títulos de Verne, Salgari y demás. Mi tía Inés nos mandó desde Canarias a mis hermanos y a mí una enciclopedia juvenil Oxford que devoramos mil veces. Para la comunión me regalaron La Biblia de los niños, un magnífico libro muy bien ilustrado, del que aprendí un montón de cosas (literarias e históricas), ya que mi supuesta fe se fue diluyendo al ritmo de los estertores del régimen y viré hacia el mundo juvenil del inconformismo, el cine y la música. Este nuevo medio de comunicación me llevó posteriormente a la poesía y de ahí, años más tarde, volví a la música. Y en esa dialéctica me encuentro. Por eso me alegré tanto del Nobel que le dieron a Dylan.

Ya en el instituto aprendí a leer, de nuevo, el alfabeto griego. Y en la universidad, el árabe. Y muchos años más tarde, ayer como quien dice, aprendí a leer en japonés y ahora doy clases de escritura en los recreos a unos cuantos jóvenes muchísimo menos repelentes que lo que yo fui en mi momento. Por supuesto.

Ángel L. Montilla Martos.
Escritor y profesor en Educación Secundaria, Bachillerato, B.U.P. y C.O.U.

 

jueves, 15 de marzo de 2018

Sergio C. Fanjul


¿Qué cuándo aprendí a leer? No lo recuerdo, y eso me da pánico, por aquello de que la vida es un vacío: uno mira atrás en el calendario y no sabe qué demonios ha hecho el 5 octubre de 2004 o el 14 de noviembre 2013. Vamos viviendo y vamos dejando la nada. No recuerdo lo que hice la mayoría de las Nocheviejas, se supone que fechas especialmente señaladas. Así que ni siquiera sé por qué vivimos este día a día que se disolverá en la nada dentro de unas pocas jornadas.
Pero, aunque esté mal decirlo, porque se supone que hay que leer mucho para saber escribir, puedo decir que prácticamente empecé a hacer las dos cosas al mismo tiempo. En mi muy pequeña pequeñez me encantaban esos libros misceláneos de una leyenda para cada día, la historia mundial ilustrada, los mejores inventos, los grandes descubrimientos científicos, etc, de hecho, todavía los compro cuando los encuentro en mercadillos y los almaceno en inamovibles columnas sobre el parqué del salón de mi casa. Recuerdo que uno de aquellos libros de divulgación científica lo protagonizaba Charlie Brown, el humano de Snoopy.

Lo que pasa es que yo recopilaba información de estas fuentes ilustradas (en todos los sentidos de la palabra) y luego, con una máquina de escribir Olivetti colorada, dedicaba la mañana de los sábados a hacer compendios de ese conocimiento, pequeñas enciclopedias de folios grapados. La cinta de la máquina era bicolor, así que ponía grandes títulos en rojo y profundos textos en negro. Cuando fallaba una letra lo repetía entero, de manera obsesiva, así que aprendía de forma imborrable cuestiones como el proceso para hacer arder un diamante, la historia de los luditas durante la Revolución Industrial, el descubrimiento por parte de Galileo Galilei de las cuatro grandes lunas jovianas, la arquitectura oculta de la tabla periódica de los elementos o los desvelos de Hernán Cortés en su conquista de Tenochtitlan, siempre en su versión más amable e infantil. Me convertí en un sabio de menos de un metro de altura, incluso más joven que aquel tan repelente que años después aparecería en Crónicas Marcianas.

No lo había pensado antes, pero ahora, más de 30 años después, veo ya allí mi actual interés por el ensayo, por la no ficción y por la práctica de periodismo, un interés que, aún así, se vio larvado durante muchos años hasta que emergió como lava de un volcán, como el pus explosivo del acné adolescente.

Después de esta etapa que podría calificarse como mi fase infantil-enciclopédica vino un período de la infancia tardía y primera juventud donde no recuerdo tener demasiado interés por la lectura más allá de los cómics de Marvel (publicados por Cómics Fórum, de los que guardo millares en mi casa materna), los pequeños volúmenes rojos de Elige tu propia aventura (SM) o algunas novelas de aventuras de la Dragonlance y, sobre todo, El Señor de los Anillos, cuando no había ni película ni merchandising. “Cuando no era comercial”, como presumirían un pocos años después los que tenían los primeros dos discos de Green Day. En el cole, a través de los años, nos habían recomendado algunas novelas que no estaban mal: Boy y El Superzorro, de Roald Dahl, Los escarabajos vuelan al atardecer (cuyo argumento no recuerdo pero que me flipó), de María Gripe, Rebeldes de Susan E. Hinton u Otto es un rinoceronte, de Ole Lund Kirkegaard

Lo de la lectura en serio (siendo tan audaz como para insinuar que todo esto no era serio) me llegó tarde, en torno a los 16 o 17 años, cuando, no sé por qué, empecé a interesarme (como todo el mundo) por los cuentos de Borges y Cortázar, y de ahí a Kafka, y a Lovecraft, y a Guy de Maupassant, y a los beats, y a Bukowksi, y a Milan Kundera… Sobre todo, a repasarme con interés la kilométrica colección del Libro de Bolsillo de Alianza Editorial, que podría señalar como mi alma mater en estos asuntos lectores. Por aquellas fechas mi madre se fue Cuba un par de semanas y yo me compré un pack de seis latas de cerveza, me hice un piercing en la parte superior de la oreja y me leí Rayuela casi de un tirón, espatarrado en la cama.

Ya nada fue lo mismo, no sé si para bien o para mal. Y todo para al final haber dejado la lectura, y la vida en general, por dulce embrujo de las redes sociales. El piercing aquel de cuando Rayuela también me lo quité, pero todavía permanece un extraño bulto en el cartílago que a veces estalla.


Sergio C. Fanjul
Periodista y poeta.


sábado, 13 de enero de 2018

Sandra Patricia Rey

SIMULCOP DE INFANCIA

Durante mi infancia, leer y escribir, llaves simbólicas del saber y del poder, para los eruditos, eran para mí sinónimo de juego.

En mi época y en el barrio urbano que me crié, se llamaba librerías a los comercios en los que se vendían lápices de colores, unos anotadores llamados Congreso que no faltaban en las casas, blocks de hojas de colores, papel glacé, plasticola, gomas de borrar tinta y lápiz. También sobres y papel de carta, y los cuadernos Simulcop, ese invento de los 60 para dibujar como los dioses. No se vendían libros.

Así entonces, el primer contacto con la palabra escrita, eran los periódicos y las revistas. Para chicos, a comienzos de la década del ’60, comenzó a editarse Anteojito, una creación de Manuel García Ferré, el creador de los primeros dibujos animados en la Argentina. El personaje era un niño de unos 8 años, muy tranquilo e inteligente, que usaba grandes anteojos, y vivía con su tío llamado Antifaz. A la galería de personajes entrañables, se sumaban actividades para realizar. Además me compraban historietas. Las aventuras de un cacique noble de estas tierras, llamado Patoruzú, y las locuras de un personaje peculiar, Isidoro Cañones. Las ilustraciones permitían imaginar la historia, aunque los textos resultaban aún un misterio.

Recién el colegio abría las puertas al mundo de la lectura, y eran los maestros los que nos iniciaban en ella. Con orgullo puedo decir que mi maestra de primer grado, Cristina Doce, fue quien me enseñó a leer y de las primeras personas que me animó con la escritura.
 
Si muchos de los de mi generación aprendimos a leer, leyendo historietas, en mi caso, una vez adquirida la herramienta, devoré con avidez cada libro de la biblioteca familiar, recuperada en la actualidad para amurar en mi habitación. 
 
La lectura era un acto solitario, casi secreto, y los personajes de historietas y de libros, tan reales como cualquiera de mis familiares o amigos.

Los libros se convirtieron en un buen refugio, buscaba algunas respuestas que no encontraba alrededor y eran una verdadera compañía. Soy la menor de cinco hermanas mujeres, y a medida que mis hermanas se casaron, la biblioteca se fue despoblando. Como ser mayor otorgaba algún derecho, se llevaron unos cuantos libros que yo amaba, aunque a nadie le importó.

De la colección Robin Hood, conservé El príncipe feliz, Mujercitas y Bajo las lilas, pero nunca encontré el ejemplar de Corazón que me había regalado mi madrina de bautismo. Era de tapas duras, rojo brillante, y tenía representado al pequeño Marco con las montañas de fondo. No puedo contar cuántas veces viajé de los Apeninos a los Andes, acompañándolo.

En un estante tengo reunidos a mis amigos de la adolescencia, las Voces de Antonio Porchia, Pedro Páramo, Juan Salvador Gaviota, Mi planta de naranja lima y El principito con el lomo pegoteado por una reseca, amarillenta y ajada cinta scotch. Para un cumpleaños, a propósito del cincuentenario, me regalaron una edición encuadernada en tela color azul, y aunque trae dibujos originales de Saint Exùpery, no tiene para mí el mismo valor.

En ese estante preferido tengo además a Corín Tellado, descubierta por casualidad en los mismos anaqueles que los clásicos, en mi primer viaje a España. Con el mismo entusiasmo con que solía perderme en las librerías de la Avenida Corrientes, encontré a la asturiana; según la UNESCO, la autora de habla castellana más leída después de la Biblia y de Cervantes.

En la ocasión no eran novelitas usadas, elegidas entre pilas bien ordenadas en prolijos y polvorientos cajones que tenían esos locales de canje o venta, sino ejemplares originales que me hicieron ilusión. 
 
Estaba ordenada alfabéticamente en una clara demostración de que no existe género menor. Cabrera Infante declaró que su tarea de corrector de la prolífica escritora de novelitas rosa –la inocente pornógrafa, como él la llamaba–, fue determinante para su posterior dedicación a la escritura.

Eterna la poesía, asoman en ese mismo estante Machado, Hernández y Prevért, y los argentinos Girondo, Gelman y la Orozco; allende la Cordillera, Neruda y Vicente Huidobro; e Idea Vilariño y Mario Benedetti, desde el otro lado del charco. Poemas aprendidos de memoria de tanto andarlos y desandarlos.

Mientras los demás aborrecían los clásicos del secundario, yo disfruté al deslizarlos de sus estantes, para mis sobrinos y mis tres hijos después. El poema del Mío Cid, el hidalgo caballero Don Quijote de la Mancha, Platero y yo, Los árboles mueren de pie, El lazarillo de Tormes y Pepita Giménez entre otros, se han mantenido vivos a fuerza de subrayados y anotaciones.

El juego continuaba para mí y quería contagiarlos, al iniciarse el año escolar y llegar con la lista de libros, ellos decían el título, esperando que yo completara el autor. También se hizo costumbre que les contara de qué trataban, cuáles eran mis preferidos y más aún, cómo hacer sinopsis o resúmenes.

Como lectora, los libros siempre me hicieron sentir esa magia de lo que no se puede explicar. Me convirtieron en protagonista.
 
Sandra Patricia Rey
Abogada, escritora y creadora de la revista Megara.